Todas las personas tienen, en mayor o menor medida, una tendencia a buscar un ideal, un marco que consideran idóneo para afrontar una determinada situación que perciben como problemática. En pocas palabras, casi todos queremos mejorar el mundo. Hay personas que son más idealistas y se enfrentan a grandes problemas, y otros que se conforman con intentar mejorar lo que les rodea; también, hay quien ha "tirado la toalla" y considera que no puede hacerse nada, o incluso quien ha cambiado de opinión y lo que antes consideraba desdeñable ahora le parece de lo más aceptable.
Uno de los frentes donde ese "cambiar el mundo" se ofrece ahora como más atractivo es el ambiental. Casi todos queremos hacer de este planeta un entorno más limpio, más acogedor, más sostenible para las generaciones actuales y futuras. Sin embargo, en la práctica, muchos de estos "idealistas ambientales" acaban por pensar que la solución de los problemas les excede tan grandemente que su contribución es irrelevante y, por tanto, acaban por no hacer nada. Me parece que en todos los frentes, y principalmente en el ambiental, esa actitud no conduce a ningún sitio, y que la única solución de los problemas mundiales es implicarse, ser mucho más activos. En las cuestiones ambientales tenemos varias razones de peso. Por un lado, algunos problemas ambientales tienen ciertamente una dimensión global (cambio climático, biodiversidad, contaminación del océano...), pero otros son mucho más locales (residuos, infraestructuras, contaminación local del aire o del agua), y ahí la excusa de que el problema nos excede es mucho menos justificable. Por otro lado, incluso en problemas globales nuestra contribución es muy importante para conseguir mover a otras personas en esa dirección, y en última instancia para presionar con nuestras reclamaciones a quienes ostentan el poder para cambiar la raíz de las causas de la degradación. Nos ha recordado la importancia de esta actitud pro-activa el Papa Francisco en su última encíclica: todos tenemos la capacidad de cambiar el "estado de cosas".
Una manifestación clara de ese cambio es revisar nuestros hábitos de consumo. Qué y cuánto consumimos indica una cierta actitud ante la vida. Si pensamos que consumir nos dará la felicidad, que seremos más dichosos cuanto más poseamos, tenemos una visión bastante pobre de los valores humanos. Como bien dice el Papa: "Mientras más vacío está el corazón de la persona, más necesita objetos para comprar, poseer y consumir" (Papa Francisco, Laudato si, 2015, n. 204). Poseer es un sucedáneo de ser: tener más no es lo mismo que ser más. No se es más generoso, amable, alegre, honesto o trabajador porque se tengan más cosas: es más, precisamente teniéndo más cosas es mayor la probabilidad de que esas cosas nos "tengan" a nosotros. Basta echar una ojeada a las horas que la gente emplea en móviles o en video-juegos para darse cuenta la diferencia entre consumir y ser, entre disfrutar del tiempo y agotarlo. Es cuestión de voluntad y de motivación interior, de valores., cada uno los que le parezcan más sólidos. También los cristianos tenemos enormes razones para ese cambio en el patrón de consumo, para entender de otra forma nuestra relación con lo que somos y tenemos: "La espiritualidad cristiana propone un modo alternativo de entender la calidad de vida, y alienta un estilo de vida profético y contemplativo, capaz de gozar profundamente sin obsesionarse por el consumo" (Papa Francisco, Laudato si, 2015, n. 222).
Emilio Chuvieco Salinero (27/09/2015)
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