Hace unos días participé en una mesa redonda sobre ética y ecología profunda, en el marco del congreso de la asociación española de educación ambiental. Mis compañeros de mesa intentaron mostrar cómo la educación más auténtica debería tender a cambiar las actitudes y los valores de quienes nos escuchan, haciéndolos más cercanos al Bien, a la Virtud. Esto sirve para cualquier contenido educativo, que no debería sólo informar -dar conocimientos- sino servir de reflexión-conversión personal. En el terreno de la educación ambiental, me parece que esto es especialmente cierto. Si los valores que transmitimos se limitan a que los estudiantes tiren los residuos a distintos contenedores o reduzcan su consumo de agua, estamos -a mi modo de ver- limitando mucho los horizontes de una educación ambiental, que debería más bien orientarse a cambiar la actitud de nuestros alumnos y alumnas hacia el ambiente. Esto requiere llegar a las emociones, pues el ser humano no sólo es razonamiento, también es pasión, corazón, empatía. Si se consigue conectar con ese nivel vital, nuestros estudiantes cambiarán como consecuencia sus formas de vida, tendrán una relación más respetuosa -incluso amorosa- con el medio y encontrarán formas concretas de custodiarlo de una manera más eficaz.
El segundo aspecto relevante en la educación ambiental es reflexionar por qué necesitamos hacer esa conversión y qué marco ético tiene. Para empezar a hablar, necesitamos aclarar qué es exactamente la naturaleza y qué razones de fondo nos llevan a conservarla. Si la naturaleza es todo aquello donde no viven personas, el ser humano debería apartarse del medio como primera medida conservacionista. Si, por el contrario, asumimos que el hombre también es parte del ambiente, su papel es mucho más integracionista. Si asumimos que la Naturaleza es lo que las cosas son -como han sido "diseñadas"-, cualquier alteración injustificada del medio será de principio rechazable. Pero eso aplica no sólo a la Naturaleza externa, sino también a la nuestra, a la humana. En este sentido, me parece clave fomentar los vínculos entre ecoética y bioética, pues a mi modo de ver son parte de lo mismo: de un respeto profundo hacia cómo las cosas son, hacia la ley natural en pocas palabras. En consecuencia, si debe extremarse la precaución para evitar los impactos negativos de manipulaciones genéticas en los alimentos que comemos, también debería hacerse -y con más razón si cabe- para evitar alternaciones de la genética humana: no veo mucho sentido a oponerse al maíz transgénico y admitir a la vez la manipulación de embriones humanos.
Cualquier modificación de la naturaleza acaba teniendo consecuencias, en la erosión del suelo, en la contaminación del agua o del aire, pero también en la ecología humana. Como bien decía uno de los ponentes de la mesa redonda a la que me refería al inicio, el uso masivo de la pildora anticonceptiva tiene efectos perniciosos sobre nuestra fisiología y sobre el ambiente: la diseminación indiscriminada de residuos de estos medicamentos, que no son filtrados por los procedimientos habituales de tratamiento del agua está afectando a muchas especies, además de a la nuestra, con un impacto mucho mayor del habitual de cáncer de útero y otras disfunciones ligadas a ese tratamiento hormonal. No es sólo una cuestión moral, también ambiental, aunque ambas cuestiones -en el fondo- están íntimamente ligadas.
Dr. Emilio Chuvieco (22-03-2015)
Director de la Cátedra de Ética Ambiental
http://razonyalegria.blogspot.com.es/
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